blog sobre filología actual en lengua hispana

del latín philologĭa, y éste del griego φιλολογία

San Sebastián. Una aproximación a la poesía homoerótica de Federico García Lorca (Basilio Pozo-Durán)

Propuesta de innovación didáctica
para el aula de Lengua y Literatura en Bachillerato
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Indicaciones para el profesorado

- El material que se distribuirá al alumnado puede estar incluido en un documento de unas dos páginas y su contenido será el siguiente:
  • San Sebastián; (1)
    reproducción de esta tabla de Antonello, óleo sobre lienzo transferido a madera (171 x 85,5 cm), datada entre 1476-1477, actualmente expuesta en la Galería de Pinturas de Dresde; en su origen ocupó el lateral izquierda del tríptico del altar de San Roque que se conservaba en la Iglesia de San Julián de Venecia.
  • Estudio con cabeza de yeso; (2)
    reproducción de este cuadro de Pablo Picasso, fechado en 1925.
    Información relevante: Dalí conoció este cuadro en 1926 cuando visitó a Picasso. Es muy marcada su influencia en la obra de Dalí Composición con tres figuras (Academia neocubista).
  • Composición con tres figuras (Academia neocubista); (3)
    reproducción de esta pintura de Salvador Dalí, óleo sobre lienzo 200 x 200cm
    Información relevante: En esta obra Dalí desarrolla el tema de San Sebastián, clave en la relación entre el pintor y Lorca. Se puede apreciar en la misma una clara influencia del cuadro de Picasso anteriormente mencionado.
  • San Sebastián; (4)
    fragmento del artículo de Salvador Dalí publicado en el número de julio de 1927 de la revista literaria catalana L'amic de les Arts, y publicado posteriormente por García Lorca en la revista Gallo.
    Información relevante: Está dedicado a Federico García Lorca, el texto constituye una exposición de las ideas estéticas de Dalí.
  • Carta (5)
    de Dalí enviada a García Lorca en marzo de 1927.
    Información relevante: Identificación de Lorca con San Sebastián.
- El objetivo de esta propuesta es, como queda señalado en el título de la misma, acercar la poesía homoerótica de Lorca al alumnado a través de testimonios de diferentes disciplinas artísticas de distintas épocas, tomando como elemento común la figura de San Sebastián. Se pueden organizar debates en el aula, que el alumnado realice comentarios escritos tanto de los cuadros como de los textos, que busque otras expresiones artísticas (música, escultura, cómics, etc.) sobre la figura de San Sebastián, etc. Una vez comentado y analizado el material, se puede proceder a abordar algunos poemas lorquianos de temática homoerótica, como por ejemplo: Oda a Salvador Dalí, el conjunto de poemas Sonetos del amor oscuro, Canción del mariquita, En Málaga (canción en Eros con bastón, 1925), etc.

Bibliografía y otras fuentes consultadas:

GARCÍA LORCA, Federico: Epistolario completo, Madrid, Cátedra, 1997

GIBSON, Ian: Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, Barcelona, Plaza & Janés, 1998

GIBSON, Ian: La vida desaforada de Salvador Dalí, Barcelona, Anagrama, 2003

Portal Católico El Testigo Fiel (última consulta: 10/05/10)

Huerta de San Vicente, Casa Museo Federico García Lorca (última consulta: 10/05/10)

Carlos Edmundo de Ory. Poeta más allá de la vanguardia (Luis Antonio de Villena)

Carlos Edmundo de Ory, poeta, nació en Cádiz el 27 de abril de 1923 y falleció el 11 de noviembre de 2010 en Thezy-Glimont (Francia).


Inquieto, asilvestrado, infantil, hondo, tremendamente singular y creativo, Ory mostraba su ser poeta mago en casi todo, desde la variedad de su amplia poesía hasta su indumentaria bohemia, pasando por su amor al happening. Yo lo conocí en mi adolescencia (a fines de 1970) cuando Carlos Edmundo, que ya vivía en Francia –en Amiens entonces– vino a Madrid a leer poemas en Puente Cultural de la antología que de su obra acababa de hacer Félix Grande y que le abría verdaderamente a las nuevas generaciones… Leía muy bien, pero para evitar la censura –nos dijo después en una cena– siempre que se refería a España decía «Ispiña», declarando que eso era un uso «postista».

El postismo, como su nombre quiere indicar, es el último ismo, la vanguardia o neovanguardia tras los anteriores ismos, y fue un suspiro de irreverencia con ecos surrealistas, hasta donde podía tolerar la hosca posguerra española. El postismo fueron, sobre todo, Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro Hijo, Silvano Sernesi, y anduvieron muy cerca, entre otros, Paco Nieva o Gloria Fuertes, que llegó a enamorarse de Ory aunque sólo fue correspondida en amistad. Un momento el del postismo que, junto al grupo Cántico de Córdoba, iba a suponer la mejor heterodoxia a la poesía imperante en las dos primeras generaciones poéticas de posguerra.

Carlos Edmundo de Ory nació en Cádiz (donde realizó sus estudios) el 27 de abril de 1923, dicen todos sus libros, pero últimamente se ha apuntado que en verdad habría nacido en 1921. Su padre fue un conocido poeta modernista, Eduardo de Ory, autor de numerosas antologías de la poesía de su tiempo. En 1942, Carlos Edmundo deja Cádiz por Madrid y comienza el rico y disparatado tiempo postista. En 1945 publica Versos de pronto, su primera colección de poemas en lo que será, casi hasta el fin, una riquísima y plural bibliografía. Cansado (como tantos) de la censura franquista y del ambiente rancio de cerrado y sacristía que se vivía en aquella España, en 1953 –cuando se puede ya dar por clausurado el momento postista– Carlos Edmundo de Ory se va a París. En Francia vivirá hasta su muerte, haciendo cortos viajes a su país natal de cuando en cuando y habiendo vivido también en Perú. Después de París vino Amiens y finalmente un pueblo del norte, Thezy-Glimont, donde ha fallecido con 87 u 89 años, asunto que según algunos cercanos está todavía sin aclarar.

Carlos Edmundo de Ory (que también publicó prosa de cuando en cuando, como los cuentos recogidos en Cuentos sin hadas de 2001) era un poeta plural y polimorfo, que podía ir desde el poema- objeto (lo vi lanzar globos con letras al aire de Granada en 1983, para que el viento azaroso fabricara los versos) hasta el soneto más clásico o más nuevo. En su inspiración late siempre lo imaginativo y lo fabuloso de manera tal que podría considerarse, con mucho honor, como uno de los hijos últimos de un surrealismo muy particular, que a ratos no ocultaba ni el dolor ni la confesión como se muestra en uno de los libros de su retorno, Técnica y llanto (título muy significativo) de 1970. Antes, entre tantos libros, estarían el espléndido Los sonetos (1963), Miserable ternura (1972) o Cabaña (1975). Todos esos caminos fueron proseguidos y enriquecidos, como muestra la excelente y amplia antología de su obra siempre en marcha, Música de lobo. (1941-2001) que realizó y prologó Jaume Pont.

«Han enmudecido los maestros del sueño/ La belleza aqueróntica está carcomida», se quejaba Carlos Edmundo. Poeta puro, poeta imagista, poeta sensible y sensitivo, Carlos Edmundo de Ory, sobre todo en su última época, realizó también sorprendentes colecciones de aforismos, de varia gama, que él llamaba «Aerolitos», una de cuyas últimas colecciones salió hace un par de años.

Ory (además del postismo) no dejó de promover movimientos poéticos, más o menos efímeros, como el APO en 1968 (Átelier de Poésie Ouverte o Taller de Poesía Abierta). Uno de sus libros últimos más bellos, a mi saber, es Melos Melancolía (1999), porque si Ory podía ser juguetón y travieso es asimismo un hondo poeta atravesado por ríos de niebla y un alto poeta amoroso, como puede comprobarse en su gran poema Amo a una mujer de larga cabellera, donde hallo este hermoso verso (Ory es poeta de fulgurantes aciertos): «El barco del placer encalla en alta mar».

Teniendo al gran Vallejo o al chileno Gonzalo Rojas como maestros o amigos, la poesía de Ory (vastísima) es un rico océano. En España ha sido, al final, querido y respetado pero no premiado, pese a nuestra famosa afición de premiar a los viejos. Sólo la Junta de Andalucía le declaró Hijo Predilecto en 2006. No hay más honores, si no lo fueran en sí sus muchos libros y antologías, su magisterio de heterodoxo irredento del que ningún premio lo ha salvado. En noviembre de 2007 dejó un legado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes que no se conocerá hasta 2022. A mí, personalmente, me parece triste que el gran Ory se haya ido sin galardones, pero me alegro de otro lado porque ello valida su auténtica heterodoxia y lo aleja definitivamente de la lamentable legión de afanosos buscadores de premios, de la que el mismo Ory hacía chanza. Sus propios versos, sus muchos libros y el haber fallecido autoexilado son su mejor, su más augusta medalla. ¡El Aqueronte es tranquilo y es tuyo, amigo!

El castellano cambia de cuna (Miguel A. Vergaz)

El Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, avalado por la Real Academia Española, presenta documentos del siglo IX que resitúan el origen del nacimiento del idioma.

El primer testimonio escrito del castellano retrocede dos siglos atrás en el tiempo, del XI al IX, y viaja de La Rioja a Castilla y León. Así lo demuestra un estudio sobre los manuscritos de Santa María de Valpuesta (Burgos), que cuenta con la bendición de la Real Academia Española (RAE) y que, en la práctica, dinamita el ya cuestionado mito de las Glosas Emilianenses como primer texto y San Millán de la Cogolla (Logroño) como cuna del castellano.

La investigación acredita que en este monasterio de Valpuesta, a 90 kilómetros de la capital burgalesa, se encontraron los documentos más antiguos (del siglo IX) que incluyen términos en castellano, en oraciones en las que el latín iba desapareciendo y se apreciaba el orden lógico del nuevo idioma.

Estos escritos eran conocidos como Cartulario de Valpuesta y el historiador clásico y de referencia de la lengua, Ramón Menéndez Pidal, ya los mencionaba en su estudio Orígenes del Español. Sin embargo, la presencia de falsificaciones entre los más antiguos, con las que los monjes simulaban tener privilegios reales que, en verdad, nunca les habían sido dados, hicieron que los estudiososmiraran con desconfianza todo el conjunto de legajos.

Ahora filólogos y paleógrafos del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua han apartado las falsificaciones –tres en total– y han acreditado la validez de los 184 documentos restantes.

La RAE ha coeditado en dos lujosos volúmenes Los becerros góticos y Galicano de Valpuesta, que recoge el estudio, con una tirada de 2.500 ejemplares. La presentación tendrá lugar el próximo 12 de noviembre en la sede de la Academia en Madrid.

Su vicedirector, José A. Pascual, da por seguro en el prólogo «el consenso entre filólogos e historiadores, en cuanto a que acerca mucho el trabajo a lo que se entiende por definitivo». Pascual entiende que el fondo valpostano permite «saber en qué fase se encontraba el latín a su paso al romance castellano» y extrae algunos ejemplos como plumazo (una primera acepción de colchón en el año 935), matera (madera) en el 940 o corro (corral) en el 975.

Los fondos de Valpuesta constan de ocho documentos del siglo IX, 39 del X, 49 fechados en el XI, 90 en el XII y uno del XIII, y consisten, sobre todo, en escritos que registran donaciones de bienes materiales (ganado, tierras o enseres) de particulares al monasterio a cambio de bienes espirituales como un entierro en su suelo o misas en su memoria.

Los escribientes de aquella época intentaban plasmar los acuerdos en latín. Pero Gonzalo Santonja, director del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua y filólogo, señala que ese latín «estaba tan alejado de la rectitud, presentaba un estado tan evolucionado o corrompido» que, asegura, «se puede concluir que la lengua de los becerros de Valpuesta es una lengua latina asaltada por una lengua viva, de la calle y que se cuela en estos escritos».

La investigación de estos documentos supone, más que la mera constatación de la presencia de una serie de palabras en castellano primitivo cuyas variaciones hoy todavía se utilizan, la existencia en el siglo IX de «un orden que ya no es del latín, sino el de la lengua romance».

El hallazgo tiene repercusiones políticas y académicas. Valpuesta adquiere una nueva dimensión legitimadora para Castilla y León, comunidad invitada este año en la prestigiosa Feria del Libro de Guadalajara y a ella asiste como lugar de origen de la lengua común.

Un título que todavía ostenta La Rioja gracias a las anotaciones manuscritas de San Millán de la Cogolla en las que se halló el considerado hasta hoy como primer testimonio del romance hispánico.

- Las pesquisas de una investigación.

Lejos de tratarse de un secreto, el proceso de estudio realizado a instancias del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua ha dado lugar a numerosos encuentros de especialistas en historia y filología de universidades españolas y extranjeras desde hace cinco años.

Burgos capital acogió el último de ellos, el pasado 25 de octubre, pero la verdadera prueba de fuego de las bases del trabajo que se presenta esta semana se remonta a una convención en Miranda de Ebro en 2008.

En ella participó una veintena de expertos que asistieron a la primera exposición en profundidad de estos hallazgos. Después de realizar distintas observaciones, al final los consideraron válidos.

Ahora, el ciclo se cierra. Las conclusiones ya están editadas en dos volúmenes. El primero incluye el trabajo de José María Ruiz Asencio, catedrático de Paleografía de la Universidad de Valladolid y una de las mayores autoridades en escrituras visigóticas. Junto con sus colaboradores Irene Ruiz Albi y Mauricio Herrero Jiménez, Asencio describe, data, traduce y contextualiza los documentos de Valpuesta. Lo hacen, además, fijándose especialmente en el léxico para facilitar el futuro uso de los filólogos.

El segundo de los volúmenes recoge la reproducción fotográfica de los documentos originales con los que se ha trabajado para despejar cualquier duda sobre las conclusiones.

Según Santonja, este trabajo representa «el comienzo» de una profunda labor de estudio del Instituto en otros lugares de referencia en Castilla y León, como los municipios Sahagún y Oña, en León y Burgos.

María Rosa Lida o las luces de la filología (Francisco Rico)

Hoy, 7 de noviembre, se cumple un siglo del nacimiento de María Rosa Lida en Buenos Aires, y pronto hará medio de su muerte en California, el 26 de septiembre de 1962. A quien no sepa qué alturas de excelencia alcanzó en la filología y en la historia de la literatura, quizá quepa sugerírselo resumiendo que en ella confluyen y se incrementan todas las virtudes de las tradiciones en que se formó y cuyo entrelazarse fue el tema central de sus estudios: las tradiciones de Atenas y Jerusalén, la Argentina de la Weltliteratur, la España del Centro de Estudios Históricos.

De familia asquenazí decidida a arraigarse en una nueva cultura, un hermano suyo, el admirable Raimundo Lida, la recordaba "muy niña, inclinado el rostro -hora tras hora, domingo tras domingo, verano tras verano- sobre las páginas amarillentas de la Biblioteca Clásica" de Hernando. La inicial vocación de helenista se trocó en entusiasmo por la literatura española al entrar (1933) en el Instituto de Filología que Amado Alonso, su gran maestro (y acaso su gran pasión voluntariamente ignorada), dirigía como espléndida prolongación de la escuela de Menéndez Pidal.

Pero el Instituto eran también Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Américo Castro, hombres con la misma amplitud de horizontes que don Amado, y precisamente en una Buenos Aires leída y cosmopolita hasta el exceso, la Buenos Aires de Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges, donde María Rosa se codeaba con ambos dando por radio una conferencia o publicando en Sur un ensayo sobre el mito de Helena, y únicamente echaba en falta una colección de libros antiguos como las mejores europeas.

A principios de los años cuarenta, tenía poco menos que terminado un estudio monumental en torno a la huella de Flavio Josefo en las letras hispánicas desde la Edad Media hasta el periodo colonial, con frecuentes miradas a otros dominios y un montón de estupendas digresiones. No había elegido el asunto al azar: Josefo, el judío helenizado y civis romanus, no podía resultarle sino íntimamente atractivo; y acotar su influencia en tal marco, del viejo al nuevo mundo, era como situarse ahí ella misma.

Ese trabajo, donde se aprecian ya en plenitud las que serían para siempre las coordenadas mayores de su quehacer, quedó sin embargo inédito (solo póstumamente ha ido llegándonos a retazos), mientras por los mismos años María Rosa empezaba a dar a luz una serie de artículos que, cordialmente pregonados por Amado Alonso, causaron el deslumbramiento de todos los lectores, con don Ramón a la cabeza, y le ganaron un prestigio con aureola de mito. Eran artículos, como Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española o Dido y su defensa en la literatura española, en los que la autora indagaba la Nachleben, la pervivencia de los motivos clásicos con una erudición y un discernimiento como nunca se habían visto después de Menéndez Pelayo.

Trasladada a los Estados Unidos, en 1948 se casó con el insigne romanista Yakov Malkiel. La relación entre ambos había comenzado por vía epistolar, en una correspondencia, por fortuna conservada, que constituye un paradigma de elegancia y artes de seducción (en España se publicará con el título de Amor y filología); y el mismo día en que se vieron y se tutearon por primera vez se prometieron en matrimonio.

En Berkeley, donde enseñaba su marido y por tanto no podía hacerlo ella (así estaban las cosas), con solo breves etapas de visitante en otras universidades, los tres lustros escasos que le quedaban de vida fueron de una fecundidad pasmosa. A las múltiples aportaciones en revistas especializadas, vinieron entonces a sumarse los grandes libros sobre Juan de Mena (1950), la idea de la fama en la Edad Media (1952) y La originalidad artística de La Celestina (1962), el gigantesco volumen al que había dedicado tanto esfuerzo y talento y que no llegó a ver impreso.

En las pocas líneas que aquí son posibles, no me siento con fuerzas para explicar a quienes no lo hayan apreciado por sí mismos el valor de esos trabajos y de la entera obra de María Rosa Lida. Quizá la clave última esté en que solo por excepción abordaba y dilucidaba un punto concreto sin contemplarlo a la vez como elemento de una serie literaria, no en el sentido del formalismo ruso ni de una sosa búsqueda de fuentes e influencias, sino en cuanto eslabón de una cadena, ideal o real, de potencialidades expresivas, de capacidades de comunicación. En la tradición literaria de Europa y América, en particular, de la Antigüedad a nuestros días, un texto se lee siempre a la luz de otros, se entiende y cambia de sentido a la luz de otros, y cada uno afianza la unidad del conjunto. La turbación de Melibea al oír el nombre de Calisto es y no es la de Fedra y la de Ana Ozores.

María Rosa Lida no tuvo discípulos, porque solo breve y ocasionalmente ejerció la docencia; y no crear escuela fue el precio de poseer unas dotes tan excepcionales. Mucho me temo que hoy tampoco se la recuerde ni se siga su ejemplo como merecería. Yo confieso con cuánta nostalgia estoy evocando la estrella fugaz "la cui fiamma passò sulla mia giovinezza" y ha continuado guiándome incluso cuando me tocaba disentir.

Muere Antonio Alatorre, notable filólogo, ensayista y docente (Ericka Montaño Garfias y Alondra Flores)

Colegas e investigadores lo definen como un hombre sabio y humanista.

Como gran defensor de la lengua española, rendía culto a la palabra, dice Hugo Gutiérrez Vega.

Tenía una capacidad de razonamiento casi implacable, afirma la escritora Margo Glantz.

Antonio Alatorre, catedrático, ensayista, escritor y uno de los filólogos más relevantes de México, falleció este jueves a la edad de 88 años. Una breve carta enviada a este diario informó que "por instrucciones expresas suyas, no habrá velorio, ritos, ceremonias, homenajes, ni ningún otro exorcismo".

A quien lo quiera recordar, agrega la misiva publicada en la edición de ayer, "le pedimos que lean sus libros. Lo participan con dolor su esposo, Miguel Ventura, y sus hijos Silvia, Gerardo y Claudio".

Antonio Alatorre nació en 1922 en Autlán, Jalisco. De acuerdo con la biografía que publica El Colegio Nacional en su página de Internet, del que fue integrante desde 1981, cursó la secundaria en una escuela religiosa y ahí aprendió latín, griego, francés e inglés. Estudio derecho en la Universidad de Guadalajara, carrera que no terminó, y después letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y filología en El Colegio de México (Colmex). Estudió también en Francia y España, donde tuvo como maestros a Marcel Bataillon y Edmond Faral. Entre sus mentores en México figuran Juan José Arreola y Raimundo Lida.

Desde 1951 se desempeñó como profesor e investigador en el Colmex, donde dirigió entre 1953 y 1972 el Centro de Estudios Filológicos, renombrado como Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios. Fue director y editor de Nueva revista de filología hispánica y en 1990 fue nombrado profesor emérito de esa institución. Fue también catedrático en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

- Incansable traductor.

Estados Unidos, Japón e India son algunos de los países donde Alatorre impartió cátedra y dictó conferencias, tradujo gran número de títulos del latín, italiano, francés, portugués e inglés, entre ellos Erasmo y España: estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, de Marcel Bataillon; La formación de latifundios en México, de François Chevalier, y Cartas a Guinea-Bissau: apuntes de una experiencia pedagógica en proceso, de Paulo Freire.

Como editor o coeditor trabajó en las revistas Pan, al lado de Arreola y después Juan Rulfo; Historia Mexicana y Revista Mexicana, aquí al lado del poeta Tomás Segovia. Diálogos y Nexos también se cuentan en esta lista.

Desde septiembre de 2001 fue miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua y recibió premios como el Jalisco en 1994, el Nacional de Ciencias y Artes en el área de lingüística y literatura en 1998.

Estudioso de la Décima Musa, publicó los libros Juana de Asbaje de Amado Nervo y Enigmas ofrecidos a la casa del placer de Sor Juana Inés de la Cruz y editó las obras completas de la poeta.

Otros de sus libros son Los 1001 años de la lengua española; El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro; El apogeo del castellano y Ensayos sobre crítica literaria.

Uno de sus trabajos más recientes es el prólogo de la obra en dos volúmenes de Poesía novohispana: antología, de Martha Lilia Tenorio, coedición Colmex-Fundación para las Letras Mexicanas.

- Experto en el Siglo de Oro.

Antonio Alatorre fue recordado entre sus colegas y estudiosos como defensor del español, gran maestro y hombre sabio.

Hugo Gutiérrez Vega, poeta: es uno de los grandes estudiosos y defensores de la lengua castellana. Como decía Kraus lo que importa es la palabra y en ese sentido Alatorre rendía culto a las palabras y conocía la importancia social e individual del lenguaje. Su obra de escritor, compilador y maestro tiene un lugar muy preponderante en los estudios literarios mexicanos.

Margo Glantz, escritora: admiraba mucho a Antonio, era un gran humanista y polígrafo, un hombre temible. Tenía una capacidad de razonamiento casi implacable, producía miedo a veces, le encantaba polemizar y dejó estudios fundamentales sobre los Siglos de oro y Sor Juana Inés de la Cruz. Sus análisis de algunos textos de ésta son inmejorables, como el de la Carta al padre Núñez; algunas le fallaron pero siempre fueron muy brillantes. Un maestro que dejó huella en el Colmex y en la facultad de Filosofía. Uno de los grandes maestros, se mantuvo dando clases hasta hace muy poco, los cursos sobre Sor Juana y Góngora los recordaremos siempre sus alumnos. Escribió poco, pero al final coleccionó varios de sus escritos, afortunadamente.

José G. Moreno de Alba, director de la Academia Mexicana de la Lengua: lamento muchísimo el fallecimiento de don Antonio, porque se trata de uno de los más importantes filólogos de nuestro país, de la segunda mitad del siglo pasado. Era un estudioso a fondo de lo que publicaba y esos textos son formidables. Las reseñas que escribía eran verdaderas cátedras. Me gustaría destacar que en toda su obra –en Los 1001 años de la lengua española en particular– el gran respeto que tenía por el español. No le gustaba hablar de poesía mexicana, argentina o española, sino de poesía escrita en español y escrita en México o Argentina. Lo importante era la lengua más que el lugar donde se escribe.

Eduardo Langagne, poeta y director de la Fundación para las Letras Mexicanas: la muerte de Antonio Alatorre representa la muerte de un hombre sabio, de un gran conocedor del idioma. Su trabajo se enfocó en nuestro idioma y ese es su legado: el estudio de nuestra lengua, la apreciación de nuestra lengua, enseñarnos a querer nuestro idioma, ese es el mayor de los legados.

Miguel G. Rodríguez Lozano, del centro de estudios literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM: Antonio Alatorre fue uno de los maestros fundamentales de la Facultad de Filosofía, experto en poesía del Siglo de Oro, un excelente editor en el Fondo de Cultura Económica, muy amigo de Rulfo y Arreola. Un libro que uno recuerda mucho como estudiante es Los 1001 años de la lengua española, obra fundamental. Un hombre emprendedor, estuvo en la Nueva Revista de Filología Hispánica que es muy importante en el medio académico, sin duda una pérdida para el medio intelectual.

- Evocación al maestro.

Luis Fernando Lara, doctor en lingüística y literatura hispánica por el Colmex: fue mi maestro, a él debo la posibilidad de hacer el Diccionario del español de México (proyecto que encabeza en el Colmex). Como maestro además lo que fue importante, desde mi percepción de lingüista, fue su concepción de la lengua que se manifiesta en su libro Los 1001 años de la lengua española, sobre todo en su práctica del español llano, elegante, sin ningún barroquismo, extremadamente cuidado y abierta tanto al aprecio de la cultura del español como de nuestras regiones. Siempre hizo hincapié en su carácter de jalisciense, personalmente es lo que más le debo.

El Centro de Estudios Lingüísticos le debe su presente, es decir, aunque sus fundadores fueron Alfonso Reyes y Raimundo Lida, las características del centro se deben a él y el modo en que instauró una filología de primera calidad, a la altura de la mejor del mundo, la enseñanza que daba en tanto a la lengua así como los estudios literarios, la dedicación a la Nueva Revista de Filología Hispánica, una de las mejores hoy día, y luego su obra personal, todo lo que dedicó al estudio de Sor Juana, el libro Fiori di soneati: flores de sonetos (Paréntesis/Aldus/El Colegio Nacional, 2001) y El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro (FCE, 2003).

Además, algo que no se nota es su trabajo de traductor para libros del Fondo de Cultura Económica, imprescindibles en el mundo de la lengua española, como los libros de Curtius de literatura latina, traducciones absolutamente imprescindibles.

Perdemos al mejor de nuestros maestros, filólogo de los que hoy ya no existen y nos deja con una responsabilidad fuerte de seguir sus enseñanzas.

«los Obama» y «las Obama»


La Fundación del Español Urgente recuerda cómo debe hacerse el plural de los apellidos, que en general permanecen invariables.

Cuando los apellidos designan a los miembros de una misma familia la tendencia es que queden invariables (los García, los Pérez), pero cuando se refieren al conjunto de personas que tienen el mismo apellido, estos pueden permanecer invariables o añadirles la marca del plural que les corresponda.

Sin embargo, si el apellido termina en vocal son posibles las dos opciones: «En esta ciudad hay muchos García/Garcías»; cuando el apellido termina en consonante se prefiere la forma invariable: «En mi colegio hay varios Pastor» (más normal que «En mi colegio hay varios Pastores»).

La Fundéu BBVA añade que los apellidos terminados en -s o -z siempre son invariables: los Olivares, los Martínez.

Cuando se haga referencia solo a miembros femeninos de una familia se empleará el artículo femenino: las Sánchez, las Obama (no los Obama como estamos oyendo en la reciente visita de la esposa e hija del presidente de los Estados Unidos).

El despertar en el vacío: Javier Egea (Juan Carlos Rodríguez)


1.- Contra la simbología poética (Dos poemas de Paseo de los tristes).

I.

¿Se puede ser poeta contra la simbología poética establecida? Por supuesto que sí. Incluso creo que hoy es una buena manera de serlo: rompiendo con todos los tópicos constituidos como "lugares comunes" en torno a esa nebulosa casi inasible llamada Poesía. No me refiero, por supuesto, a la maestría en la técnica poética, en la forma de crear “imágenes mentales”, sino a toda la ideología inconsciente acerca de lo poético. A Javier Egea le gustaba recordar que en un libro mío yo hubiera señalado cómo en ese “lo” se condensaban todas las excrecencias que solían incrustarse en cada poema, que incitaban a matar a cada poema contemporáneo: lo sublime, lo sensible, lo íntimo, lo bello. y por supuesto, la pureza oculta del lenguaje o de los sentimientos (podríamos añadir otros signos del “lo”: lo transgresor, lo marginal, etc.). En suma lo poético como la última habitación alquilada por el inconsciente pequeño-burgués en el interior de un mundo monopolista que generaba así la ilusión del "yo" precisamente porque impedía construir el "yo".

Sobre estas cuestiones hablamos muchas veces cuando aún se firmaba Francisco Javier, y luego seguimos hablando y hablando antes y después de que aparecieran Paseo de los tristes y Troppo mare. Los dos poemas que voy a leer/analizar pertenecen a Paseo de los tristes, un libro en el que, obviamente, Javier trató de culminar la lucha a brazo partido con su poética anterior. Esta lectura trata de unificar la atmósfera central del libro. Que se me excuse, por tanto, el hecho de no descontextualizarlos, analizándolos como islas. Para mí son síntomas en los que se concentra toda la gama de significaciones, el sentido que Javier Egea intentó dar a su texto. Evitando cualquier apología y cualquier exceso de conocimiento me limitaré a dar un informe seco de esta gama de sentidos.

II.

Para contextualizar históricamente este libro (y para co-textualizar ambos poemas) comenzaré por describir sucintamente lo que podríamos llamar la aparición en él de la ideología de lo poético. Digamos así que está publicado en Huelva, por la Excma. Diputación, y en la portada se nos dice que fue ganador del premio J.R.J. de 1982 (1). A continuación aparece una introducción del Excmo. Presidente de dicha Diputación, una dedicatoria del autor A Luis García Montero y a todos los que luchan por ese tiempo diferente, y, como apertura, una cita de Diego de San Pedro. El libro propiamente dicho (aunque todo lo apuntado cuenta mucho para el libro) está dividido en dos partes. La primera se titula Renta y diario de amor y la segunda El largo adiós. El extenso texto final, «Paseo de los tristes», da título a todo el poemario. Conviene comenzar este breve informe señalando que lo que más extraña en la nota biográfica es el aparente “silencio” del autor entre el año 76 y este libro del 82 (aunque en el 81 aparezca anotado otro título: El viajero). Es evidente que al autor le pasó “algo” en ese silencio de cinco o seis años. Quizás no sea muy difícil explicar lo que pasó. Pues, en efecto, la primera significación importante del libro la encontramos en la introducción del Excmo. Presidente y el contraste que le ofrece, cara a cara, el libro mismo. Significativo porque el Excmo. reproduce aquí toda la ideología de lo poético que se nos enseña como verdad desde la escuela a la universidad o en el inconsciente familiar de la vida cotidiana. Es decir el Excmo. no dice nada distinto a lo que decimos nosotros, los “expertos” en literatura. Dice: «La expresión poética, como excepcional vehículo para la relación entre los hombres, como aporte de subjetiva belleza a la fuerza creadora». Esto es una mezcla de Adorno y Habermas respecto a la poesía como lenguaje excepcional -subjetiva belleza- y como vehículo comunicativo. Luego el Excmo. se vuelve experiencialista y, apoyándose en León Felipe, añade que: «La gran Poesía. nace de la experiencia vital» (¿y de dónde ha nacido su forma de comer, Señor Excmo.?), para concluir con un tono paternal/ populista, que se subraya con el esteticismo más pleno al escribir POESIA, todo con mayúsculas. Concluye: «nuestros pueblos, con mayor o menor cultura, pero casi siempre con capacidad adecuada para reconocer y captar la belleza que brota diáfana de la POESÍA». Creí estar leyendo a Heidegger, y por supuesto a Dámaso Alonso. Esa belleza que brota diáfana me conmovió. Para ser justo en este informe debo decir que parece como si todo el libro de Javier Egea estuviera escrito contra la ideología inscrita en las palabras del Excmo., que en el fondo es la ideología de todos nosotros. La lucha contra ese inconsciente poético, como indicábamos, quizás explicaría el silencio de años del autor y el sentido global del libro. Me ha parecido ver que la metáfora esencial con que Javier Egea pretende construir el libro es radicalmente esta: el amor es imposible en un mundo imposible. Ese tiempo de infamia se especifica desde el segundo poema: «Ellos, los asesinos,/ vigilaban la caza del amor en silencio». Este poema nos traslada a una especie de Lorca sin lorquismo, es decir, “secado” por la influencia de Cernuda. Lo indica la cita inicial, del propio Cernuda: «Ellos, los vencedores...». Algo que también utilizó Gil de Biedma. En el primer poema hay una segunda metáfora que también atraviesa el libro: el amor es imposible en sí mismo. Se trata de un poema básico aunque de un conceptualismo confuso, entre Quevedo y Diego de San Pedro (lo que explicaría la cita inicial del libro). En realidad todos los poemas “conceptuales” muestran que el autor está empapado en los clásicos españoles, desde el Cancionero y el Romancero al conceptualismo del Barroco. Es decir, que en apariencia, le cuesta usar “conceptos poéticos” en el sentido fuerte con que hoy hablamos de ello (aunque esa poesía de “ideas” esté mucho más lograda en el paseo final). Pero si su primer conceptualismo parece barroco o cancioneril su despliegue del ritmo poético y el tono de las metáforas resulta asombroso. Para mí las páginas 23 y 25 son decisivas. Ahí están dos de los mejores poemas del libro. Así el borrarse de las diferencias entre lo supuestamente subjetivo (el amor) y lo supuestamente exterior, una tachadura que consigue en la página 25 su verdadero logro al espacializarse desde las miradas a las tazas, desde la sombra de la tarde a la sombra de Bach: «Y cuánta sangre/ cuánta muerte rodando entre nosotros/ para tomar el té». El poema completo dice así:

Sin apenas mirarnos, casi en vilo,

como si hubiesen de venir de pronto

el mar o los fotógrafos,

con esa dignidad que eleva el humo

de taza en taza,

solos,

o entre la tarde y Bach agazapados,

sin apenas mirarnos

sabemos la condena del amor

y cuánta sangre,

cuánta muerte rodando entre nosotros

para tomar el té.

Evidentemente el protagonista del poema es el espacio. Fijémonos en que es un tiempo detenido, donde sólo los gestos cuentan. Pero unos gestos también detenidos en sí mismos: «casi en vilo». La relación de los dos personajes, que el poema introduce casi como figuras ausentes, está inscrita en ese espacio blanco, el lugar “en vilo” y carente de significación apenas: «sin apenas mirarnos». La objetualidad de la relación es magnífica: si las miradas no se cruzan es porque hay algo por encima o delante de ellas. Digamos, un tercer personaje en ese espacio en blanco: así es como se mira al mar o así es como se mira a los fotógrafos. Las miradas están juntas pero hay algo, ese tercero que se intercala entre ellas, que las distancia. Que las fuerza a mirar hacia otra parte. La relación entre dos se encuentra, pues, congelada: «como si hubieran de venir de pronto/ el mar o los fotógrafos». Por supuesto que la metáfora está sobrecargada a propósito. No dice como si viéramos el mar o como si estuviéramos delante de un fotógrafo. Hay una especie de virtualidad fantasmal, una especie de juego surrealista que nunca abandona al libro: es el sueño del mar que viene, o de los fotógrafos en plural (¿como los que rodean la muerte?). Ese espacio protagonista se puebla, sin embargo, con una objetualidad concreta: el humo de las tazas sí está presente, no es algo por-venir. Ese humo –esa nada- sí tiene aura de dignidad en sí mismo, algo así como la vida vibrando o algo así como el mito burgués del té de la tarde. La distribución de pareja o de amor se concreta aún más en la objetividad de las dos tazas, las cosas inertes como lo único vivo («el humo de taza en taza»). Ese humo eleva la dignidad del instante detenido, como un nuevo lugar intercalado: solos. “Solos” puede significar tanto la soledad de cada uno como la de las dos figuras que habitan el espacio. Salvo que de pronto se desencadena el ritmo del poema con la disyuntiva «o» que cierra la descripción primera. Ahora se comprende mejor la soledad, lo que está opacando la posibilidad de mirarse: por eso se repite el «sin apenas mirarnos». Hay algo más fuerte que el mar, que los fotógrafos o que la inane dignidad del humo. En realidad se trata de la imagen de dos figuras borrosas, como dos cazadores furtivos, «agazapados» entre algo no menos difuso: la luz de la tarde o la música de Bach. La música y el humo se deslíen en la luz para concretarnos algo muy directo. Las dos figuras, los dos personajes solos, «saben». Y el pronombre personal conjunto (y ausente: nosotros) explica el por qué de la ausencia de amor y de miradas: «sabemos». ¿Qué es lo que esos protagonistas del espacio, de ese instante detenido, saben? Obviamente la verdad de nuestro mundo: «Sabemos la condena del amor/ y cuánta sangre/ cuánta muerte. » ¿Para qué? Solamente para plasmar lo que se esconde detrás de cada instante cotidiano, lo que cuesta cada gesto rutinario: «cuánta sangre [.] para tomar el té». La cotidianidad está empapada de algo que no somos nosotros mismos y que, sin embargo, nos paraliza, nos impregna: es la sangre de la historia que condena incluso al amor. Pero esa sangre es exactamente la de la historia de cada día, la sangre de la explotación para construir el yo o el nosotros. Ese saber de nuestra vida convertida en zumo, algo que se exprime desde hace ya demasiado tiempo pero que aquí se vuelve visible sólo en el reverbero del humo. Somos sólo humo (humus) histórico, pero ese efecto es tan fuerte que nos pesa y nos condena.

El poema de la página 23 es igualmente extraordinario. Enuncia una segunda bifurcación que resulta clave en el libro: la metáfora de la pérdida, de la despedida continua. Yo diría que esta segunda bifurcación es decisiva. Así, de nuevo, las metáforas espaciales, concretadas ahora en los andenes o en los trenes perdidos. Y el desdoblamiento de la imagen de la pérdida que se va estructurando hasta condensarse en la visión de «tus ojos», ojos que son un túnel pero a la vez un recurso de vida, un imposible túnel negro de esperanza. El poema es éste:

Lo terrible no es la calle sola,

el andén como un reto, los trenes que perdimos.


Lo terrible no es ni siquiera el dolor.


Lo que duele terrible y zarandea

es que ya sólo queda

recurrir a la vida por tus ojos

que son una distancia casi absurda,

que son un túnel negro de esperanza.


Las imágenes de la soledad de la calle, del andén del adiós como un desafío, como un reto ante uno mismo (¿se podrá soportar la propia soledad después del adiós?) se desdoblan inevitablemente en el ambiguo: «los trenes que perdimos». ¿Quiénes? ¿Otra vez los dos, o bien, un yo que se remite a un nosotros imposible? Hay una repetición continua de la obsesión por lo terrible, algo que se vuelve anafórico en el inicio de los cuatro primeros versos («Lo terrible no es la calle sola [.] Lo terrible no es ni siquiera el dolor») pero que se interioriza en el verso quinto, lo mismo que el dolor se transforma en un verbo vivo, como un látigo: «Lo que duele terrible y zarandea». Y de nuevo el desafío de la soledad («es que ya sólo queda»), u otra vez la distancia del adiós, que puede ser el adiós momentáneo del andén o el adiós de siempre y para siempre. De ahí la obligada correlación final entre el túnel del tren y el túnel de los ojos/vida o de la esperanza imposible. Esa oscuridad total a la que aludíamos. ¿Quién se va con el tren de la vida, quién se queda solo en el dolor de la calle? En el reto de la soledad del andén, ¿quién ha visto irse a un tren concreto como si arrastrara a la propia vida? La metáfora doble de ese tren concreto y de ese adiós para siempre se nos desplaza así desde la soledad del andén al dolor de la calle. En la calle es donde el dolor empieza a doler y a zarandearnos. La esperanza se ha diluido en el túnel. Sólo que no hay ni un átomo de desgarro. Se trata de nuevo, como en el poema anterior, de un instante congelado, del momento preciso de una distancia, de un alejamiento que, sin embargo, parece acompañar ya para siempre. Y, sin embargo, no queda otro recurso que esa distancia absurda.

III.

Para poner una nota final al pie de estos dos poemas debo añadir una líneas más sobre la contextualización (y la co-textualización) en que se inscriben y acerca de la coyuntura en que se escribieron. Quisiera anotar sólo esto: la tercera bifurcación del libro radica en lo que podríamos llamar la utopía revolucionaria. Se nota que esta escritura busca otro mundo y que está como recién impregnada de marxismo. Con ello también, obviamente, se encuadra en el ámbito de “La otra sentimentalidad” de comienzos de los años 80 en Granada. Además de por las referencias a textos fetiches de ese grupo (como Las cenizas de Gramsci, de Pasolini, o El largo adiós, de Chandler), por el doble sentido del título mismo. Se supone que ese «Paseo» es de los tristes porque por allí pasaban los entierros granadinos, pero el tratamiento del autor lo convierte en una interrogación sobre la soledad del alba y sobre la construcción histórica de la tristeza. Quizá hace demasiado hincapié en el haber y el debe del amor, entendido como un libro de cuentas o de rentista pequeño-burgués o agrario. O quizá otra metáfora bifurcada entre el mercantilismo de cada día y el amor concebido como mercancía entre lo que se nos da y lo que damos. El poema que cierra el libro demuestra que el autor es un poeta de largo aliento, y que sabe condensar todas esas bifurcaciones metafóricas a las que aludimos. Es decir, la relación interior/exterior, el amor imposible en sí mismo, la utopía de un mundo diferente y, por fin, la aludida presencia de los andenes y de la pérdida, o sea, la latencia de muerte. Por eso no es sorprendente que concluya la primera parte con otro texto de lorquismo "secado". Se titula «Cuartelillo final» y dice así: «-¿Sabe quién mató al Sr. Egea? // -Lo sé. // -¡Pues dígalo inmediatamente! // -Yo me arrojé al vacío / desde la estrella muerta / y ya no tengo miedo de morir».

Efectivamente se puede ser poeta contra "lo" poético. Se puede amar la vida hasta matarse por ella.

2.- Despertar en el vacío (Un poema final).

Me desperté de nuevo

entre dos sombras.

No quedaban palabras

en mi memoria.


Con los dedos, a tientas,

las fui palpando:

sus ojos enemigos,

sus secos labios,


el mapa señalado,

los hondos cráteres,

corazones escritos

con soledades.


A su fiel prisionero

siempre velando

mis compañeras sombras

de tantos años.


Ellas, que me robaron

la luz de un sueño,

ya no piden rescate

por mi secuestro.


Javier Egea

12/abril/1999


Negra sombra que me ensombra



Es curioso cómo este poema de Javier Egea –un texto que yo no llegué a conocer antes de su muerte- se parece a Rosalía como una gota de tinta a otra. Quizá, o evidentemente, porque es un poema del fin. Habría que distinguir entre fin y final. El fin implica el acabamiento y sería fácil hablar de este poema como una premonición, un anticipo otorgado como comida podrida para los deglutidores del suicidio casi inmediato de Javier. Sólo que me fastidian los avisos premonitorios y no digamos los horóscopos previos.

Este poema –magistral- no es un juego de horóscopos. Fin y Final cobran aquí dos sentidos completamente distintos. Es como el juego métrico de 7 y 5 que construye el poema. Casi podríamos hablar de una curiosa “endecha”, si pensamos que la endecha es siempre un tipo de llanto, que aquí se transforma en un “llanto a sí mismo”, o mejor dicho, un llanto seco sobre la pérdida de algo propio: la pérdida de la memoria o de las palabras. Un llanto, pues, sobre el vacío: la pérdida de las palabras en el presente de la memoria supone una especie de pared lisa, lo que se ha quedado hueco o mudo. Eso es lo que se nos anuncia desde el inicio del texto. Pero ¿anunciar significa prever? Sólo para las sibilas, los hechiceros o las lloradoras de la muerte. Pienso que aquí no hay anunciación sibilina en modo alguno. Sólo la presencia del presente, la clave continua de la poesía de Javier. Un presente que ahora se ha quedado blanco en su propia presencia, en el instante del despertar. Blanco entre sombras: «Me desperté de nuevo/ entre dos sombras». La imagen del de nuevo implica, obviamente, que esa presencia del blanco entre sombras se ha repetido ya otras veces. Pero es sólo una imagen de presencia, insisto, y nada más. He dicho siempre que Javier alcanzó su verdadera poética sólo –y sólo en ese momento- cuando llegó a comprimir sus versos hasta convertirlos en “ideas poéticas”. La idea poética es la clave de la poesía contemporánea. Hasta Troppo mare o Paseo de los tristes, Javier (que aún se firmaba Francisco Javier, como un jesuita o un aspirante borbónico al trono) jugaba con el sarcasmo de la métrica y la rima. Jugaba (según toda una tradición barroca) con la ruptura de la unidad entre la línea del ritmo del verso y el ritmo del habla. Era un mecánico excelso del verso (haberlos haylos), pero aún no sabía ser un “decidor” en poesía. Y sin poesía “eidética” la poesía hoy no existe. Hay que saber, hay que aprender, a decir cosas en poesía. Hay que aprender a construir las “ideas poéticas”. Por ejemplo el comienzo fantástico de este poema: la dialéctica contradictoria entre el despertar de la vida y el no-despertar de la memoria, por una parte, y entre palabras y sombras por otra. Pero sobre todo la maravilla de lo que queda en silencio por debajo: la raya que tacha/une las dos sombras con las palabras o la memoria hasta convertir la sombra en blanco. Quiero decir -quiere decir- sólo el vacío. ¿Se puede tocar ese vacío? Quizá sí, siempre que sea negatividad. Palpar ¿qué? Apenas a tientas lo que debería haber sido amigo y sin embargo siempre ha sido enemigo, la sequedad o la negación misma: ojos enemigos y labios secos. El mapa de una vida: cráteres hondos que se convierten en corazones escritos por la soledad. Fijémonos en el escritos: es la idea poética a que aludíamos, es el eje del texto. Si los corazones son sólo la escritura de la soledad hundida (cráteres), entonces ¿para qué sirve la escritura? No se trata, pues, de corazones abstractos sino de la condición maldita o inútil de la escritura. Y luego la segunda “idea poética” atrapada en una nueva dialéctica: la imagen central es el prisionero (otra vez la negación de cualquier yo poético o vital), pero un prisionero muy determinado, casi como el Conde de Montecristo, sólo que sin posibilidad alguna de salida, de escape, de venganza. Porque además el prisionero se reconoce a sí mismo como tal, es fiel. La contradicción resulta asombrosa. Las sombras, centinelas, las que velan –siempre velando- no son enemigas como sus ojos o sus secos labios parecían dejarnos intuir, sino que en realidad son las auténticas compañeras, las únicas: las de tantos años. Presencia de ese presente continuo ineludible. Y así la contradicción llega a su extremo. Las sombras han estado ahí siempre, han existido siempre (pregunto: ¿por qué dos? ¿el padre y la madre? ¿o sería demasiado fácil decir esto? ¿quizá la vida y la muerte?). Una presencia, pues, eternamente presente que se configura en torno al robo de la luz: «Ellas que me robaron/ la luz de un sueño». Una magnífica “idea poética” de nuevo, puesto que es indecisa la cuestión de si esas sombras ladronas de la luz son en verdad “robadoras”, o si el problema nos traslada hacia otro lado: ¿existió alguna vez la luz, salvo en la luz de un sueño? Pero eso ya no importa. No se trata de un paraíso perdido, según el modelo de Alberti o de Aleixandre. Uno ya se ha acostumbrado a las sombras y ellas nos aman, han construido lo que somos, se duermen con nosotros y nos despiertan a cada uno: «Ya no piden rescate/ por mi secuestro».

Si alguien encuentra una “idea poética” que mejor sepa supurar en nuestra vida, que la mejore. Quizá sólo el recuerdo de Rosalía: la sombra que nos ensombrece en la vida y en este poema del fin continuo. La sombra como nuestro doble en el espejo cotidiano.

Pero ésta sí que sería otra historia, porque todos sabemos que (muy poco tiempo después de entregar este poema) la vida de Javier Egea sí que tuvo un final. Aunque luego hayan venido los etcéteras, como estas páginas, por ejemplo.




(1) Citaré siempre por esta primera edición, puesto que la Introducción, digamos "oficial", no aparece en las ediciones siguientes. Y el núcleo central que quiero presentar en este breve artículo, o sea, la lucha contra "lo" poético, se centra en la glosa de las palabras que se nos ofrecen en esa introducción.

Murciélago. Una rata ciega, calva y con alas (Ramon Solsona)


Aunque la ciencia diga que los murciélagos son mamíferos placentarios del orden de los quirópteros, la lengua tiene claro que se trata de ratones.

Una de las historias ejemplares que cuenta el Arcipreste de Hita en el Libro de buen amor es la del mur de Guadalajara y el mur de Monferrado. Son dos ratones que representan la vida de la ciudad y la del campo, la primera opulenta pero llena de peligros y la segunda pobre pero apacible. Mur era en el siglo XIV la palabra castellana habitual que más tarde fue sustituida por ratón. Procede del latín mus, muris (rata, ratón), que parte de una forma griega casi idéntica. Esta base léxica se mantiene hoy en el inglés mouse, el alemán Maus y en el verbo gallego murar (andar el gato al acecho de ratones).

Mur se conserva también en el morcego gallego y portugués. Y el murciélago, pues todo significa lo mismo: ratón ciego. El castellano usó primero el compuesto murciego, luego lo convirtió en murciégalo y finalmente trastocó las sílabas hasta fijar la forma murciélago.

También el catalán muricec se apunta al ratón ciego para describir a este animal tan común como extraño. Son muchas las variantes dialectales de muricec: murcec, molicec moriac, esvoriac, esvoliac, voliac, etcétera. Nótese que alguna de estas formas están entrecruzadas con el verbo volar.

El murciélago vuela porque tiene alas, por eso en catalán se le llama también rata pinyada, del latín pennata "alada, cubierta de plumas". Igual que el masculino ratpenat y otra infinidad de variantes: rata pinyarda, rata penella, pinya-rata, ratapenera, ratapatxet, rampenat... Todo son ratas voladoras, lo mismo que el sueco fladdermöss, el danés flagermus o el alemán Fledermaus, que mantienen la antigua raíz grecolatina mus. También el inglés flitter-mouse, pero es una palabra obsoleta, ya que el nombre actual es bat, como sabe todo el mundo gracias a las aventuras de un hombre-murciélago llamado Batman.

El ratón y la rata son, pues, una referencia muy extendida para designar al murciélago. Una rata ciega, alada o calva, como la rata cauba del aranés, denominación cercana al chauve-souris francés, que, etimológicamente, significa justamente eso: ratón calvo.

El vasco saguzar no comparte raíces lingüísticas con ninguna de las formas citadas, pero sigue la pauta del ratón más un adjetivo. Quiere decir ratón viejo.

Por ser un animal de aparición vespertina, los romanos llamaban vespertilio al murciélago. Aunque obsoleta, esa misma palabra, sin cambio ninguno, pasó directamente al castellano y, con la correspondiente evolución fonética, en italiano se convirtió en pipistrello.

Baroja, otro zorro (Oriol Pi de Cabanyes)


Pío Baroja fue, en muchos aspectos, un escritor del XIX, época de grandes ideales y de grandes aventuras que su cosmovisión prolongó, con su vida, hasta la mitad del siglo XX. Muy preocupado siempre por el rendimiento de su escritura, se parece a aquellos esforzados novelitas de folletín del ochocientos que, puesto que cobraban a tanto la página, necesitaban publicar en renglones cortos productos resultones.

Si su profesionalización como escritor no fue nunca fácil, tampoco lo es determinar la cronología de los contenidos de sus publicaciones, tan sujetas al refrito y reciclaje de materiales. También Pla corta y pega, sea dicho de paso. Y, como también sucede con Pla y con tantos otros ciudadanos, escritores o no, recién salidos del trauma, los primeros años de la posguerra son, si no los del examen de conciencia, los de la recapitulación y el recuerdo.

Baroja empieza a redactar sus memorias en el año 1941, casi recién regresa del exilio (que él se procuró desde el mismo momento de la victoria en Navarra de los sublevados, ya en julio de 1936). En 1942 las empieza a dar a conocer por entregas en la revista Semana (que dirigió, hasta que en el año 1945 fue nombrado embajador en Washington, su casi paisano Manuel Aznar Zubigaray, con quien entró Josep Pla en Barcelona pensando en dirigir La Vanguardia).

Con el título de Desde la última vuelta del camino, Baroja empieza a editar sus memorias en forma de libro en 1944. Aunque le habían sido estimuladas "por un editor de Barcelona" (así lo pone, silenciando el nombre de Ponsa, de la editorial Juventud), la colección, en siete volúmenes, fue editándose con sello de la Biblioteca Nueva, de Madrid, hasta 1949. Luego se publicaron en un solo tomo de sus Obras completas y se han reeditado ya varias veces, la penúltima por Círculo de Lectores.

La última, en tres volúmenes, con la que Tusquets conmemoró en el 2006 el cincuentenario de su muerte, incorpora (como libro octavo del conjunto de hasta entonces sólo siete) La guerra civil en la frontera, obra que la editorial familiar Caro Reggio dio a conocer póstumamente sólo en el 2005. Cosa que ya da idea de hasta qué punto la recepción de Baroja hasta hoy se ha visto condicionada también por la censura o la autocensura.

En las memorias de Baroja, como ya señala Pérez Ollo, "encontramos repetidos y ampliados algunos episodios de infancia y juventud recordados en otros textos; de modo que unos hechos volvió a narrarlos, y otros no". Sí, mucho repitió, hasta literalmente, aunque también omitió mucho impublicable en dictadura. Cotejar lo que en sus memorias deja como recuerdos y opiniones, con por ejemplo, Juventud, egolatría (1917), revela hasta qué punto el Baroja de posguerra escondió prudentemente su pasado anarquizante, anticlerical y antimilitarista.

Filología e investigación (Anna Alberni)


La filología es la ciencia que se ocupa del estudio y la reconstrucción de los textos, generalmente del pasado, con el fin de proponer su lectura para el presente.

El trabajo del filólogo consiste por encima de todo en editar un texto respetando al máximo la voluntad del autor, por muy lejana que ésta pueda parecer (piénsese por ejemplo en la Ilíada, en los textos sagrados, en la poesía medieval...). Para conseguirlo, la crítica textual se sirve de una serie de operaciones de tipo lógico cuyos resultados hay que interpretar a la luz de disciplinas auxiliares como la codicología, la historia o la lingüística, entre muchas otras. El trabajo finaliza con la formulación de una hipótesis crítica de reconstrucción del original, hipótesis que aspira a ofrecer un texto tendencialmente limpio de errores, y que se presenta acompañada de todas las pruebas y argumentos que han dado pie a las decisiones tomadas ante cada encrucijada interpretativa.

La investigación en filología, y en las humanidades en general, consiste no tanto en explicar la realidad formulando leyes cuya validez puede ser repetidamente refrendada, como en tratar de comprender otro tipo de realidad: la producción intelectual y artística del hombre, mediante su descripción e interpretación.

El instrumento que permite hacer inteligible este trabajo, claro está, es el lenguaje: en primer lugar, la propia lengua, y luego todas las lenguas de cultura, vivas o extinguidas, que sean pertinentes para cada objeto de estudio. Nada de esto sería posible sin una paciente acumulación de saber, algo que cada vez tiene menos peso en nuestra sociedad.

Tal vez por ello los organismos destinados a diseñar los mapas de la investigación del futuro tienden a considerar poco sexy la filología, alegando falta de innovación o, en la jerga al uso, poca vocación por traspasar las fronteras del conocimiento.

Y sin embargo, el valor de las humanidades reside precisamente en su capacidad infinita de conocer, de sobreponer estratos de conocimiento nuevo al saber del pasado, sin pereza intelectual y sin escatimar esfuerzos de ningún tipo.

Fijar un texto y darlo a conocer bajo una nueva luz significa salvarlo del olvido, del expolio, de la desintegración.

Gracias a ello, podemos beneficiarnos del goce estético o el enseñamiento contenidos en las grandes obras de la literatura y del pensamiento. Pero el valor de la filología para la sociedad va mucho más allá: sólo su invisible pero eficiente andamiaje verbal puede dar al hombre el poder de leer con criterio, con plena conciencia de la carga de significado y tradición cultural que se esconde en cada palabra y cada idea transmitida.

Y es que una actitud informada y crítica es sin duda el mejor antídoto que tiene la humanidad contra la anestesia paralizante de la desmemoria o la amenaza del pensamiento único.

En un mundo como el actual, dominado por la lógica implacable y dura del crecimiento económico y tecnológico, la filología tiene un papel más decisivo que nunca: el de salvarnos las palabras y su poder civilizador.

Al margen de banderas y ciclos electorales, esta debería ser una de las bases irrenunciables de todo programa político que se quiera responsable.

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