1.- Contra la simbología poética (Dos poemas de Paseo de los tristes).
I.
¿Se puede ser poeta contra la simbología poética establecida? Por supuesto que sí. Incluso creo que hoy es una buena manera de serlo: rompiendo con todos los tópicos constituidos como "lugares comunes" en torno a esa nebulosa casi inasible llamada Poesía. No me refiero, por supuesto, a la maestría en la técnica poética, en la forma de crear “imágenes mentales”, sino a toda la ideología inconsciente acerca de lo poético. A Javier Egea le gustaba recordar que en un libro mío yo hubiera señalado cómo en ese “lo” se condensaban todas las excrecencias que solían incrustarse en cada poema, que incitaban a matar a cada poema contemporáneo: lo sublime, lo sensible, lo íntimo, lo bello. y por supuesto, la pureza oculta del lenguaje o de los sentimientos (podríamos añadir otros signos del “lo”: lo transgresor, lo marginal, etc.). En suma lo poético como la última habitación alquilada por el inconsciente pequeño-burgués en el interior de un mundo monopolista que generaba así la ilusión del "yo" precisamente porque impedía construir el "yo".
Sobre estas cuestiones hablamos muchas veces cuando aún se firmaba Francisco Javier, y luego seguimos hablando y hablando antes y después de que aparecieran Paseo de los tristes y Troppo mare. Los dos poemas que voy a leer/analizar pertenecen a Paseo de los tristes, un libro en el que, obviamente, Javier trató de culminar la lucha a brazo partido con su poética anterior. Esta lectura trata de unificar la atmósfera central del libro. Que se me excuse, por tanto, el hecho de no descontextualizarlos, analizándolos como islas. Para mí son síntomas en los que se concentra toda la gama de significaciones, el sentido que Javier Egea intentó dar a su texto. Evitando cualquier apología y cualquier exceso de conocimiento me limitaré a dar un informe seco de esta gama de sentidos.
II.
Para contextualizar históricamente este libro (y para co-textualizar ambos poemas) comenzaré por describir sucintamente lo que podríamos llamar la aparición en él de la ideología de lo poético. Digamos así que está publicado en Huelva, por la Excma. Diputación, y en la portada se nos dice que fue ganador del premio J.R.J. de 1982 (1). A continuación aparece una introducción del Excmo. Presidente de dicha Diputación, una dedicatoria del autor A Luis García Montero y a todos los que luchan por ese tiempo diferente, y, como apertura, una cita de Diego de San Pedro. El libro propiamente dicho (aunque todo lo apuntado cuenta mucho para el libro) está dividido en dos partes. La primera se titula Renta y diario de amor y la segunda El largo adiós. El extenso texto final, «Paseo de los tristes», da título a todo el poemario. Conviene comenzar este breve informe señalando que lo que más extraña en la nota biográfica es el aparente “silencio” del autor entre el año 76 y este libro del 82 (aunque en el 81 aparezca anotado otro título: El viajero). Es evidente que al autor le pasó “algo” en ese silencio de cinco o seis años. Quizás no sea muy difícil explicar lo que pasó. Pues, en efecto, la primera significación importante del libro la encontramos en la introducción del Excmo. Presidente y el contraste que le ofrece, cara a cara, el libro mismo. Significativo porque el Excmo. reproduce aquí toda la ideología de lo poético que se nos enseña como verdad desde la escuela a la universidad o en el inconsciente familiar de la vida cotidiana. Es decir el Excmo. no dice nada distinto a lo que decimos nosotros, los “expertos” en literatura. Dice: «La expresión poética, como excepcional vehículo para la relación entre los hombres, como aporte de subjetiva belleza a la fuerza creadora». Esto es una mezcla de Adorno y Habermas respecto a la poesía como lenguaje excepcional -subjetiva belleza- y como vehículo comunicativo. Luego el Excmo. se vuelve experiencialista y, apoyándose en León Felipe, añade que: «La gran Poesía. nace de la experiencia vital» (¿y de dónde ha nacido su forma de comer, Señor Excmo.?), para concluir con un tono paternal/ populista, que se subraya con el esteticismo más pleno al escribir POESIA, todo con mayúsculas. Concluye: «nuestros pueblos, con mayor o menor cultura, pero casi siempre con capacidad adecuada para reconocer y captar la belleza que brota diáfana de la POESÍA». Creí estar leyendo a Heidegger, y por supuesto a Dámaso Alonso. Esa belleza que brota diáfana me conmovió. Para ser justo en este informe debo decir que parece como si todo el libro de Javier Egea estuviera escrito contra la ideología inscrita en las palabras del Excmo., que en el fondo es la ideología de todos nosotros. La lucha contra ese inconsciente poético, como indicábamos, quizás explicaría el silencio de años del autor y el sentido global del libro. Me ha parecido ver que la metáfora esencial con que Javier Egea pretende construir el libro es radicalmente esta: el amor es imposible en un mundo imposible. Ese tiempo de infamia se especifica desde el segundo poema: «Ellos, los asesinos,/ vigilaban la caza del amor en silencio». Este poema nos traslada a una especie de Lorca sin lorquismo, es decir, “secado” por la influencia de Cernuda. Lo indica la cita inicial, del propio Cernuda: «Ellos, los vencedores...». Algo que también utilizó Gil de Biedma. En el primer poema hay una segunda metáfora que también atraviesa el libro: el amor es imposible en sí mismo. Se trata de un poema básico aunque de un conceptualismo confuso, entre Quevedo y Diego de San Pedro (lo que explicaría la cita inicial del libro). En realidad todos los poemas “conceptuales” muestran que el autor está empapado en los clásicos españoles, desde el Cancionero y el Romancero al conceptualismo del Barroco. Es decir, que en apariencia, le cuesta usar “conceptos poéticos” en el sentido fuerte con que hoy hablamos de ello (aunque esa poesía de “ideas” esté mucho más lograda en el paseo final). Pero si su primer conceptualismo parece barroco o cancioneril su despliegue del ritmo poético y el tono de las metáforas resulta asombroso. Para mí las páginas 23 y 25 son decisivas. Ahí están dos de los mejores poemas del libro. Así el borrarse de las diferencias entre lo supuestamente subjetivo (el amor) y lo supuestamente exterior, una tachadura que consigue en la página 25 su verdadero logro al espacializarse desde las miradas a las tazas, desde la sombra de la tarde a la sombra de Bach: «Y cuánta sangre/ cuánta muerte rodando entre nosotros/ para tomar el té». El poema completo dice así:
Sin apenas mirarnos, casi en vilo,
como si hubiesen de venir de pronto
el mar o los fotógrafos,
con esa dignidad que eleva el humo
de taza en taza,
solos,
o entre la tarde y Bach agazapados,
sin apenas mirarnos
sabemos la condena del amor
y cuánta sangre,
cuánta muerte rodando entre nosotros
para tomar el té.
Evidentemente el protagonista del poema es el espacio. Fijémonos en que es un tiempo detenido, donde sólo los gestos cuentan. Pero unos gestos también detenidos en sí mismos: «casi en vilo». La relación de los dos personajes, que el poema introduce casi como figuras ausentes, está inscrita en ese espacio blanco, el lugar “en vilo” y carente de significación apenas: «sin apenas mirarnos». La objetualidad de la relación es magnífica: si las miradas no se cruzan es porque hay algo por encima o delante de ellas. Digamos, un tercer personaje en ese espacio en blanco: así es como se mira al mar o así es como se mira a los fotógrafos. Las miradas están juntas pero hay algo, ese tercero que se intercala entre ellas, que las distancia. Que las fuerza a mirar hacia otra parte. La relación entre dos se encuentra, pues, congelada: «como si hubieran de venir de pronto/ el mar o los fotógrafos». Por supuesto que la metáfora está sobrecargada a propósito. No dice como si viéramos el mar o como si estuviéramos delante de un fotógrafo. Hay una especie de virtualidad fantasmal, una especie de juego surrealista que nunca abandona al libro: es el sueño del mar que viene, o de los fotógrafos en plural (¿como los que rodean la muerte?). Ese espacio protagonista se puebla, sin embargo, con una objetualidad concreta: el humo de las tazas sí está presente, no es algo por-venir. Ese humo –esa nada- sí tiene aura de dignidad en sí mismo, algo así como la vida vibrando o algo así como el mito burgués del té de la tarde. La distribución de pareja o de amor se concreta aún más en la objetividad de las dos tazas, las cosas inertes como lo único vivo («el humo de taza en taza»). Ese humo eleva la dignidad del instante detenido, como un nuevo lugar intercalado: solos. “Solos” puede significar tanto la soledad de cada uno como la de las dos figuras que habitan el espacio. Salvo que de pronto se desencadena el ritmo del poema con la disyuntiva «o» que cierra la descripción primera. Ahora se comprende mejor la soledad, lo que está opacando la posibilidad de mirarse: por eso se repite el «sin apenas mirarnos». Hay algo más fuerte que el mar, que los fotógrafos o que la inane dignidad del humo. En realidad se trata de la imagen de dos figuras borrosas, como dos cazadores furtivos, «agazapados» entre algo no menos difuso: la luz de la tarde o la música de Bach. La música y el humo se deslíen en la luz para concretarnos algo muy directo. Las dos figuras, los dos personajes solos, «saben». Y el pronombre personal conjunto (y ausente: nosotros) explica el por qué de la ausencia de amor y de miradas: «sabemos». ¿Qué es lo que esos protagonistas del espacio, de ese instante detenido, saben? Obviamente la verdad de nuestro mundo: «Sabemos la condena del amor/ y cuánta sangre/ cuánta muerte. » ¿Para qué? Solamente para plasmar lo que se esconde detrás de cada instante cotidiano, lo que cuesta cada gesto rutinario: «cuánta sangre [.] para tomar el té». La cotidianidad está empapada de algo que no somos nosotros mismos y que, sin embargo, nos paraliza, nos impregna: es la sangre de la historia que condena incluso al amor. Pero esa sangre es exactamente la de la historia de cada día, la sangre de la explotación para construir el yo o el nosotros. Ese saber de nuestra vida convertida en zumo, algo que se exprime desde hace ya demasiado tiempo pero que aquí se vuelve visible sólo en el reverbero del humo. Somos sólo humo (humus) histórico, pero ese efecto es tan fuerte que nos pesa y nos condena.
El poema de la página 23 es igualmente extraordinario. Enuncia una segunda bifurcación que resulta clave en el libro: la metáfora de la pérdida, de la despedida continua. Yo diría que esta segunda bifurcación es decisiva. Así, de nuevo, las metáforas espaciales, concretadas ahora en los andenes o en los trenes perdidos. Y el desdoblamiento de la imagen de la pérdida que se va estructurando hasta condensarse en la visión de «tus ojos», ojos que son un túnel pero a la vez un recurso de vida, un imposible túnel negro de esperanza. El poema es éste:
Lo terrible no es la calle sola,
el andén como un reto, los trenes que perdimos.
Lo terrible no es ni siquiera el dolor.
Lo que duele terrible y zarandea
es que ya sólo queda
recurrir a la vida por tus ojos
que son una distancia casi absurda,
que son un túnel negro de esperanza.
Las imágenes de la soledad de la calle, del andén del adiós como un desafío, como un reto ante uno mismo (¿se podrá soportar la propia soledad después del adiós?) se desdoblan inevitablemente en el ambiguo: «los trenes que perdimos». ¿Quiénes? ¿Otra vez los dos, o bien, un yo que se remite a un nosotros imposible? Hay una repetición continua de la obsesión por lo terrible, algo que se vuelve anafórico en el inicio de los cuatro primeros versos («Lo terrible no es la calle sola [.] Lo terrible no es ni siquiera el dolor») pero que se interioriza en el verso quinto, lo mismo que el dolor se transforma en un verbo vivo, como un látigo: «Lo que duele terrible y zarandea». Y de nuevo el desafío de la soledad («es que ya sólo queda»), u otra vez la distancia del adiós, que puede ser el adiós momentáneo del andén o el adiós de siempre y para siempre. De ahí la obligada correlación final entre el túnel del tren y el túnel de los ojos/vida o de la esperanza imposible. Esa oscuridad total a la que aludíamos. ¿Quién se va con el tren de la vida, quién se queda solo en el dolor de la calle? En el reto de la soledad del andén, ¿quién ha visto irse a un tren concreto como si arrastrara a la propia vida? La metáfora doble de ese tren concreto y de ese adiós para siempre se nos desplaza así desde la soledad del andén al dolor de la calle. En la calle es donde el dolor empieza a doler y a zarandearnos. La esperanza se ha diluido en el túnel. Sólo que no hay ni un átomo de desgarro. Se trata de nuevo, como en el poema anterior, de un instante congelado, del momento preciso de una distancia, de un alejamiento que, sin embargo, parece acompañar ya para siempre. Y, sin embargo, no queda otro recurso que esa distancia absurda.
III.
Para poner una nota final al pie de estos dos poemas debo añadir una líneas más sobre la contextualización (y la co-textualización) en que se inscriben y acerca de la coyuntura en que se escribieron. Quisiera anotar sólo esto: la tercera bifurcación del libro radica en lo que podríamos llamar la utopía revolucionaria. Se nota que esta escritura busca otro mundo y que está como recién impregnada de marxismo. Con ello también, obviamente, se encuadra en el ámbito de “La otra sentimentalidad” de comienzos de los años 80 en Granada. Además de por las referencias a textos fetiches de ese grupo (como Las cenizas de Gramsci, de Pasolini, o El largo adiós, de Chandler), por el doble sentido del título mismo. Se supone que ese «Paseo» es de los tristes porque por allí pasaban los entierros granadinos, pero el tratamiento del autor lo convierte en una interrogación sobre la soledad del alba y sobre la construcción histórica de la tristeza. Quizá hace demasiado hincapié en el haber y el debe del amor, entendido como un libro de cuentas o de rentista pequeño-burgués o agrario. O quizá otra metáfora bifurcada entre el mercantilismo de cada día y el amor concebido como mercancía entre lo que se nos da y lo que damos. El poema que cierra el libro demuestra que el autor es un poeta de largo aliento, y que sabe condensar todas esas bifurcaciones metafóricas a las que aludimos. Es decir, la relación interior/exterior, el amor imposible en sí mismo, la utopía de un mundo diferente y, por fin, la aludida presencia de los andenes y de la pérdida, o sea, la latencia de muerte. Por eso no es sorprendente que concluya la primera parte con otro texto de lorquismo "secado". Se titula «Cuartelillo final» y dice así: «-¿Sabe quién mató al Sr. Egea? // -Lo sé. // -¡Pues dígalo inmediatamente! // -Yo me arrojé al vacío / desde la estrella muerta / y ya no tengo miedo de morir».
Efectivamente se puede ser poeta contra "lo" poético. Se puede amar la vida hasta matarse por ella.
2.- Despertar en el vacío (Un poema final).
Me desperté de nuevo
entre dos sombras.
No quedaban palabras
en mi memoria.
Con los dedos, a tientas,
las fui palpando:
sus ojos enemigos,
sus secos labios,
el mapa señalado,
los hondos cráteres,
corazones escritos
con soledades.
A su fiel prisionero
siempre velando
mis compañeras sombras
de tantos años.
Ellas, que me robaron
la luz de un sueño,
ya no piden rescate
por mi secuestro.
Javier Egea
12/abril/1999
Negra sombra que me ensombra
Es curioso cómo este poema de Javier Egea –un texto que yo no llegué a conocer antes de su muerte- se parece a Rosalía como una gota de tinta a otra. Quizá, o evidentemente, porque es un poema del fin. Habría que distinguir entre fin y final. El fin implica el acabamiento y sería fácil hablar de este poema como una premonición, un anticipo otorgado como comida podrida para los deglutidores del suicidio casi inmediato de Javier. Sólo que me fastidian los avisos premonitorios y no digamos los horóscopos previos.
Este poema –magistral- no es un juego de horóscopos. Fin y Final cobran aquí dos sentidos completamente distintos. Es como el juego métrico de 7 y 5 que construye el poema. Casi podríamos hablar de una curiosa “endecha”, si pensamos que la endecha es siempre un tipo de llanto, que aquí se transforma en un “llanto a sí mismo”, o mejor dicho, un llanto seco sobre la pérdida de algo propio: la pérdida de la memoria o de las palabras. Un llanto, pues, sobre el vacío: la pérdida de las palabras en el presente de la memoria supone una especie de pared lisa, lo que se ha quedado hueco o mudo. Eso es lo que se nos anuncia desde el inicio del texto. Pero ¿anunciar significa prever? Sólo para las sibilas, los hechiceros o las lloradoras de la muerte. Pienso que aquí no hay anunciación sibilina en modo alguno. Sólo la presencia del presente, la clave continua de la poesía de Javier. Un presente que ahora se ha quedado blanco en su propia presencia, en el instante del despertar. Blanco entre sombras: «Me desperté de nuevo/ entre dos sombras». La imagen del de nuevo implica, obviamente, que esa presencia del blanco entre sombras se ha repetido ya otras veces. Pero es sólo una imagen de presencia, insisto, y nada más. He dicho siempre que Javier alcanzó su verdadera poética sólo –y sólo en ese momento- cuando llegó a comprimir sus versos hasta convertirlos en “ideas poéticas”. La idea poética es la clave de la poesía contemporánea. Hasta Troppo mare o Paseo de los tristes, Javier (que aún se firmaba Francisco Javier, como un jesuita o un aspirante borbónico al trono) jugaba con el sarcasmo de la métrica y la rima. Jugaba (según toda una tradición barroca) con la ruptura de la unidad entre la línea del ritmo del verso y el ritmo del habla. Era un mecánico excelso del verso (haberlos haylos), pero aún no sabía ser un “decidor” en poesía. Y sin poesía “eidética” la poesía hoy no existe. Hay que saber, hay que aprender, a decir cosas en poesía. Hay que aprender a construir las “ideas poéticas”. Por ejemplo el comienzo fantástico de este poema: la dialéctica contradictoria entre el despertar de la vida y el no-despertar de la memoria, por una parte, y entre palabras y sombras por otra. Pero sobre todo la maravilla de lo que queda en silencio por debajo: la raya que tacha/une las dos sombras con las palabras o la memoria hasta convertir la sombra en blanco. Quiero decir -quiere decir- sólo el vacío. ¿Se puede tocar ese vacío? Quizá sí, siempre que sea negatividad. Palpar ¿qué? Apenas a tientas lo que debería haber sido amigo y sin embargo siempre ha sido enemigo, la sequedad o la negación misma: ojos enemigos y labios secos. El mapa de una vida: cráteres hondos que se convierten en corazones escritos por la soledad. Fijémonos en el escritos: es la idea poética a que aludíamos, es el eje del texto. Si los corazones son sólo la escritura de la soledad hundida (cráteres), entonces ¿para qué sirve la escritura? No se trata, pues, de corazones abstractos sino de la condición maldita o inútil de la escritura. Y luego la segunda “idea poética” atrapada en una nueva dialéctica: la imagen central es el prisionero (otra vez la negación de cualquier yo poético o vital), pero un prisionero muy determinado, casi como el Conde de Montecristo, sólo que sin posibilidad alguna de salida, de escape, de venganza. Porque además el prisionero se reconoce a sí mismo como tal, es fiel. La contradicción resulta asombrosa. Las sombras, centinelas, las que velan –siempre velando- no son enemigas como sus ojos o sus secos labios parecían dejarnos intuir, sino que en realidad son las auténticas compañeras, las únicas: las de tantos años. Presencia de ese presente continuo ineludible. Y así la contradicción llega a su extremo. Las sombras han estado ahí siempre, han existido siempre (pregunto: ¿por qué dos? ¿el padre y la madre? ¿o sería demasiado fácil decir esto? ¿quizá la vida y la muerte?). Una presencia, pues, eternamente presente que se configura en torno al robo de la luz: «Ellas que me robaron/ la luz de un sueño». Una magnífica “idea poética” de nuevo, puesto que es indecisa la cuestión de si esas sombras ladronas de la luz son en verdad “robadoras”, o si el problema nos traslada hacia otro lado: ¿existió alguna vez la luz, salvo en la luz de un sueño? Pero eso ya no importa. No se trata de un paraíso perdido, según el modelo de Alberti o de Aleixandre. Uno ya se ha acostumbrado a las sombras y ellas nos aman, han construido lo que somos, se duermen con nosotros y nos despiertan a cada uno: «Ya no piden rescate/ por mi secuestro».
Si alguien encuentra una “idea poética” que mejor sepa supurar en nuestra vida, que la mejore. Quizá sólo el recuerdo de Rosalía: la sombra que nos ensombrece en la vida y en este poema del fin continuo. La sombra como nuestro doble en el espejo cotidiano.
Pero ésta sí que sería otra historia, porque todos sabemos que (muy poco tiempo después de entregar este poema) la vida de Javier Egea sí que tuvo un final. Aunque luego hayan venido los etcéteras, como estas páginas, por ejemplo.
I.
¿Se puede ser poeta contra la simbología poética establecida? Por supuesto que sí. Incluso creo que hoy es una buena manera de serlo: rompiendo con todos los tópicos constituidos como "lugares comunes" en torno a esa nebulosa casi inasible llamada Poesía. No me refiero, por supuesto, a la maestría en la técnica poética, en la forma de crear “imágenes mentales”, sino a toda la ideología inconsciente acerca de lo poético. A Javier Egea le gustaba recordar que en un libro mío yo hubiera señalado cómo en ese “lo” se condensaban todas las excrecencias que solían incrustarse en cada poema, que incitaban a matar a cada poema contemporáneo: lo sublime, lo sensible, lo íntimo, lo bello. y por supuesto, la pureza oculta del lenguaje o de los sentimientos (podríamos añadir otros signos del “lo”: lo transgresor, lo marginal, etc.). En suma lo poético como la última habitación alquilada por el inconsciente pequeño-burgués en el interior de un mundo monopolista que generaba así la ilusión del "yo" precisamente porque impedía construir el "yo".
Sobre estas cuestiones hablamos muchas veces cuando aún se firmaba Francisco Javier, y luego seguimos hablando y hablando antes y después de que aparecieran Paseo de los tristes y Troppo mare. Los dos poemas que voy a leer/analizar pertenecen a Paseo de los tristes, un libro en el que, obviamente, Javier trató de culminar la lucha a brazo partido con su poética anterior. Esta lectura trata de unificar la atmósfera central del libro. Que se me excuse, por tanto, el hecho de no descontextualizarlos, analizándolos como islas. Para mí son síntomas en los que se concentra toda la gama de significaciones, el sentido que Javier Egea intentó dar a su texto. Evitando cualquier apología y cualquier exceso de conocimiento me limitaré a dar un informe seco de esta gama de sentidos.
II.
Para contextualizar históricamente este libro (y para co-textualizar ambos poemas) comenzaré por describir sucintamente lo que podríamos llamar la aparición en él de la ideología de lo poético. Digamos así que está publicado en Huelva, por la Excma. Diputación, y en la portada se nos dice que fue ganador del premio J.R.J. de 1982 (1). A continuación aparece una introducción del Excmo. Presidente de dicha Diputación, una dedicatoria del autor A Luis García Montero y a todos los que luchan por ese tiempo diferente, y, como apertura, una cita de Diego de San Pedro. El libro propiamente dicho (aunque todo lo apuntado cuenta mucho para el libro) está dividido en dos partes. La primera se titula Renta y diario de amor y la segunda El largo adiós. El extenso texto final, «Paseo de los tristes», da título a todo el poemario. Conviene comenzar este breve informe señalando que lo que más extraña en la nota biográfica es el aparente “silencio” del autor entre el año 76 y este libro del 82 (aunque en el 81 aparezca anotado otro título: El viajero). Es evidente que al autor le pasó “algo” en ese silencio de cinco o seis años. Quizás no sea muy difícil explicar lo que pasó. Pues, en efecto, la primera significación importante del libro la encontramos en la introducción del Excmo. Presidente y el contraste que le ofrece, cara a cara, el libro mismo. Significativo porque el Excmo. reproduce aquí toda la ideología de lo poético que se nos enseña como verdad desde la escuela a la universidad o en el inconsciente familiar de la vida cotidiana. Es decir el Excmo. no dice nada distinto a lo que decimos nosotros, los “expertos” en literatura. Dice: «La expresión poética, como excepcional vehículo para la relación entre los hombres, como aporte de subjetiva belleza a la fuerza creadora». Esto es una mezcla de Adorno y Habermas respecto a la poesía como lenguaje excepcional -subjetiva belleza- y como vehículo comunicativo. Luego el Excmo. se vuelve experiencialista y, apoyándose en León Felipe, añade que: «La gran Poesía. nace de la experiencia vital» (¿y de dónde ha nacido su forma de comer, Señor Excmo.?), para concluir con un tono paternal/ populista, que se subraya con el esteticismo más pleno al escribir POESIA, todo con mayúsculas. Concluye: «nuestros pueblos, con mayor o menor cultura, pero casi siempre con capacidad adecuada para reconocer y captar la belleza que brota diáfana de la POESÍA». Creí estar leyendo a Heidegger, y por supuesto a Dámaso Alonso. Esa belleza que brota diáfana me conmovió. Para ser justo en este informe debo decir que parece como si todo el libro de Javier Egea estuviera escrito contra la ideología inscrita en las palabras del Excmo., que en el fondo es la ideología de todos nosotros. La lucha contra ese inconsciente poético, como indicábamos, quizás explicaría el silencio de años del autor y el sentido global del libro. Me ha parecido ver que la metáfora esencial con que Javier Egea pretende construir el libro es radicalmente esta: el amor es imposible en un mundo imposible. Ese tiempo de infamia se especifica desde el segundo poema: «Ellos, los asesinos,/ vigilaban la caza del amor en silencio». Este poema nos traslada a una especie de Lorca sin lorquismo, es decir, “secado” por la influencia de Cernuda. Lo indica la cita inicial, del propio Cernuda: «Ellos, los vencedores...». Algo que también utilizó Gil de Biedma. En el primer poema hay una segunda metáfora que también atraviesa el libro: el amor es imposible en sí mismo. Se trata de un poema básico aunque de un conceptualismo confuso, entre Quevedo y Diego de San Pedro (lo que explicaría la cita inicial del libro). En realidad todos los poemas “conceptuales” muestran que el autor está empapado en los clásicos españoles, desde el Cancionero y el Romancero al conceptualismo del Barroco. Es decir, que en apariencia, le cuesta usar “conceptos poéticos” en el sentido fuerte con que hoy hablamos de ello (aunque esa poesía de “ideas” esté mucho más lograda en el paseo final). Pero si su primer conceptualismo parece barroco o cancioneril su despliegue del ritmo poético y el tono de las metáforas resulta asombroso. Para mí las páginas 23 y 25 son decisivas. Ahí están dos de los mejores poemas del libro. Así el borrarse de las diferencias entre lo supuestamente subjetivo (el amor) y lo supuestamente exterior, una tachadura que consigue en la página 25 su verdadero logro al espacializarse desde las miradas a las tazas, desde la sombra de la tarde a la sombra de Bach: «Y cuánta sangre/ cuánta muerte rodando entre nosotros/ para tomar el té». El poema completo dice así:
Sin apenas mirarnos, casi en vilo,
como si hubiesen de venir de pronto
el mar o los fotógrafos,
con esa dignidad que eleva el humo
de taza en taza,
solos,
o entre la tarde y Bach agazapados,
sin apenas mirarnos
sabemos la condena del amor
y cuánta sangre,
cuánta muerte rodando entre nosotros
para tomar el té.
Evidentemente el protagonista del poema es el espacio. Fijémonos en que es un tiempo detenido, donde sólo los gestos cuentan. Pero unos gestos también detenidos en sí mismos: «casi en vilo». La relación de los dos personajes, que el poema introduce casi como figuras ausentes, está inscrita en ese espacio blanco, el lugar “en vilo” y carente de significación apenas: «sin apenas mirarnos». La objetualidad de la relación es magnífica: si las miradas no se cruzan es porque hay algo por encima o delante de ellas. Digamos, un tercer personaje en ese espacio en blanco: así es como se mira al mar o así es como se mira a los fotógrafos. Las miradas están juntas pero hay algo, ese tercero que se intercala entre ellas, que las distancia. Que las fuerza a mirar hacia otra parte. La relación entre dos se encuentra, pues, congelada: «como si hubieran de venir de pronto/ el mar o los fotógrafos». Por supuesto que la metáfora está sobrecargada a propósito. No dice como si viéramos el mar o como si estuviéramos delante de un fotógrafo. Hay una especie de virtualidad fantasmal, una especie de juego surrealista que nunca abandona al libro: es el sueño del mar que viene, o de los fotógrafos en plural (¿como los que rodean la muerte?). Ese espacio protagonista se puebla, sin embargo, con una objetualidad concreta: el humo de las tazas sí está presente, no es algo por-venir. Ese humo –esa nada- sí tiene aura de dignidad en sí mismo, algo así como la vida vibrando o algo así como el mito burgués del té de la tarde. La distribución de pareja o de amor se concreta aún más en la objetividad de las dos tazas, las cosas inertes como lo único vivo («el humo de taza en taza»). Ese humo eleva la dignidad del instante detenido, como un nuevo lugar intercalado: solos. “Solos” puede significar tanto la soledad de cada uno como la de las dos figuras que habitan el espacio. Salvo que de pronto se desencadena el ritmo del poema con la disyuntiva «o» que cierra la descripción primera. Ahora se comprende mejor la soledad, lo que está opacando la posibilidad de mirarse: por eso se repite el «sin apenas mirarnos». Hay algo más fuerte que el mar, que los fotógrafos o que la inane dignidad del humo. En realidad se trata de la imagen de dos figuras borrosas, como dos cazadores furtivos, «agazapados» entre algo no menos difuso: la luz de la tarde o la música de Bach. La música y el humo se deslíen en la luz para concretarnos algo muy directo. Las dos figuras, los dos personajes solos, «saben». Y el pronombre personal conjunto (y ausente: nosotros) explica el por qué de la ausencia de amor y de miradas: «sabemos». ¿Qué es lo que esos protagonistas del espacio, de ese instante detenido, saben? Obviamente la verdad de nuestro mundo: «Sabemos la condena del amor/ y cuánta sangre/ cuánta muerte. » ¿Para qué? Solamente para plasmar lo que se esconde detrás de cada instante cotidiano, lo que cuesta cada gesto rutinario: «cuánta sangre [.] para tomar el té». La cotidianidad está empapada de algo que no somos nosotros mismos y que, sin embargo, nos paraliza, nos impregna: es la sangre de la historia que condena incluso al amor. Pero esa sangre es exactamente la de la historia de cada día, la sangre de la explotación para construir el yo o el nosotros. Ese saber de nuestra vida convertida en zumo, algo que se exprime desde hace ya demasiado tiempo pero que aquí se vuelve visible sólo en el reverbero del humo. Somos sólo humo (humus) histórico, pero ese efecto es tan fuerte que nos pesa y nos condena.
El poema de la página 23 es igualmente extraordinario. Enuncia una segunda bifurcación que resulta clave en el libro: la metáfora de la pérdida, de la despedida continua. Yo diría que esta segunda bifurcación es decisiva. Así, de nuevo, las metáforas espaciales, concretadas ahora en los andenes o en los trenes perdidos. Y el desdoblamiento de la imagen de la pérdida que se va estructurando hasta condensarse en la visión de «tus ojos», ojos que son un túnel pero a la vez un recurso de vida, un imposible túnel negro de esperanza. El poema es éste:
Lo terrible no es la calle sola,
el andén como un reto, los trenes que perdimos.
Lo terrible no es ni siquiera el dolor.
Lo que duele terrible y zarandea
es que ya sólo queda
recurrir a la vida por tus ojos
que son una distancia casi absurda,
que son un túnel negro de esperanza.
Las imágenes de la soledad de la calle, del andén del adiós como un desafío, como un reto ante uno mismo (¿se podrá soportar la propia soledad después del adiós?) se desdoblan inevitablemente en el ambiguo: «los trenes que perdimos». ¿Quiénes? ¿Otra vez los dos, o bien, un yo que se remite a un nosotros imposible? Hay una repetición continua de la obsesión por lo terrible, algo que se vuelve anafórico en el inicio de los cuatro primeros versos («Lo terrible no es la calle sola [.] Lo terrible no es ni siquiera el dolor») pero que se interioriza en el verso quinto, lo mismo que el dolor se transforma en un verbo vivo, como un látigo: «Lo que duele terrible y zarandea». Y de nuevo el desafío de la soledad («es que ya sólo queda»), u otra vez la distancia del adiós, que puede ser el adiós momentáneo del andén o el adiós de siempre y para siempre. De ahí la obligada correlación final entre el túnel del tren y el túnel de los ojos/vida o de la esperanza imposible. Esa oscuridad total a la que aludíamos. ¿Quién se va con el tren de la vida, quién se queda solo en el dolor de la calle? En el reto de la soledad del andén, ¿quién ha visto irse a un tren concreto como si arrastrara a la propia vida? La metáfora doble de ese tren concreto y de ese adiós para siempre se nos desplaza así desde la soledad del andén al dolor de la calle. En la calle es donde el dolor empieza a doler y a zarandearnos. La esperanza se ha diluido en el túnel. Sólo que no hay ni un átomo de desgarro. Se trata de nuevo, como en el poema anterior, de un instante congelado, del momento preciso de una distancia, de un alejamiento que, sin embargo, parece acompañar ya para siempre. Y, sin embargo, no queda otro recurso que esa distancia absurda.
III.
Para poner una nota final al pie de estos dos poemas debo añadir una líneas más sobre la contextualización (y la co-textualización) en que se inscriben y acerca de la coyuntura en que se escribieron. Quisiera anotar sólo esto: la tercera bifurcación del libro radica en lo que podríamos llamar la utopía revolucionaria. Se nota que esta escritura busca otro mundo y que está como recién impregnada de marxismo. Con ello también, obviamente, se encuadra en el ámbito de “La otra sentimentalidad” de comienzos de los años 80 en Granada. Además de por las referencias a textos fetiches de ese grupo (como Las cenizas de Gramsci, de Pasolini, o El largo adiós, de Chandler), por el doble sentido del título mismo. Se supone que ese «Paseo» es de los tristes porque por allí pasaban los entierros granadinos, pero el tratamiento del autor lo convierte en una interrogación sobre la soledad del alba y sobre la construcción histórica de la tristeza. Quizá hace demasiado hincapié en el haber y el debe del amor, entendido como un libro de cuentas o de rentista pequeño-burgués o agrario. O quizá otra metáfora bifurcada entre el mercantilismo de cada día y el amor concebido como mercancía entre lo que se nos da y lo que damos. El poema que cierra el libro demuestra que el autor es un poeta de largo aliento, y que sabe condensar todas esas bifurcaciones metafóricas a las que aludimos. Es decir, la relación interior/exterior, el amor imposible en sí mismo, la utopía de un mundo diferente y, por fin, la aludida presencia de los andenes y de la pérdida, o sea, la latencia de muerte. Por eso no es sorprendente que concluya la primera parte con otro texto de lorquismo "secado". Se titula «Cuartelillo final» y dice así: «-¿Sabe quién mató al Sr. Egea? // -Lo sé. // -¡Pues dígalo inmediatamente! // -Yo me arrojé al vacío / desde la estrella muerta / y ya no tengo miedo de morir».
Efectivamente se puede ser poeta contra "lo" poético. Se puede amar la vida hasta matarse por ella.
2.- Despertar en el vacío (Un poema final).
Me desperté de nuevo
entre dos sombras.
No quedaban palabras
en mi memoria.
Con los dedos, a tientas,
las fui palpando:
sus ojos enemigos,
sus secos labios,
el mapa señalado,
los hondos cráteres,
corazones escritos
con soledades.
A su fiel prisionero
siempre velando
mis compañeras sombras
de tantos años.
Ellas, que me robaron
la luz de un sueño,
ya no piden rescate
por mi secuestro.
Javier Egea
12/abril/1999
Negra sombra que me ensombra
Es curioso cómo este poema de Javier Egea –un texto que yo no llegué a conocer antes de su muerte- se parece a Rosalía como una gota de tinta a otra. Quizá, o evidentemente, porque es un poema del fin. Habría que distinguir entre fin y final. El fin implica el acabamiento y sería fácil hablar de este poema como una premonición, un anticipo otorgado como comida podrida para los deglutidores del suicidio casi inmediato de Javier. Sólo que me fastidian los avisos premonitorios y no digamos los horóscopos previos.
Este poema –magistral- no es un juego de horóscopos. Fin y Final cobran aquí dos sentidos completamente distintos. Es como el juego métrico de 7 y 5 que construye el poema. Casi podríamos hablar de una curiosa “endecha”, si pensamos que la endecha es siempre un tipo de llanto, que aquí se transforma en un “llanto a sí mismo”, o mejor dicho, un llanto seco sobre la pérdida de algo propio: la pérdida de la memoria o de las palabras. Un llanto, pues, sobre el vacío: la pérdida de las palabras en el presente de la memoria supone una especie de pared lisa, lo que se ha quedado hueco o mudo. Eso es lo que se nos anuncia desde el inicio del texto. Pero ¿anunciar significa prever? Sólo para las sibilas, los hechiceros o las lloradoras de la muerte. Pienso que aquí no hay anunciación sibilina en modo alguno. Sólo la presencia del presente, la clave continua de la poesía de Javier. Un presente que ahora se ha quedado blanco en su propia presencia, en el instante del despertar. Blanco entre sombras: «Me desperté de nuevo/ entre dos sombras». La imagen del de nuevo implica, obviamente, que esa presencia del blanco entre sombras se ha repetido ya otras veces. Pero es sólo una imagen de presencia, insisto, y nada más. He dicho siempre que Javier alcanzó su verdadera poética sólo –y sólo en ese momento- cuando llegó a comprimir sus versos hasta convertirlos en “ideas poéticas”. La idea poética es la clave de la poesía contemporánea. Hasta Troppo mare o Paseo de los tristes, Javier (que aún se firmaba Francisco Javier, como un jesuita o un aspirante borbónico al trono) jugaba con el sarcasmo de la métrica y la rima. Jugaba (según toda una tradición barroca) con la ruptura de la unidad entre la línea del ritmo del verso y el ritmo del habla. Era un mecánico excelso del verso (haberlos haylos), pero aún no sabía ser un “decidor” en poesía. Y sin poesía “eidética” la poesía hoy no existe. Hay que saber, hay que aprender, a decir cosas en poesía. Hay que aprender a construir las “ideas poéticas”. Por ejemplo el comienzo fantástico de este poema: la dialéctica contradictoria entre el despertar de la vida y el no-despertar de la memoria, por una parte, y entre palabras y sombras por otra. Pero sobre todo la maravilla de lo que queda en silencio por debajo: la raya que tacha/une las dos sombras con las palabras o la memoria hasta convertir la sombra en blanco. Quiero decir -quiere decir- sólo el vacío. ¿Se puede tocar ese vacío? Quizá sí, siempre que sea negatividad. Palpar ¿qué? Apenas a tientas lo que debería haber sido amigo y sin embargo siempre ha sido enemigo, la sequedad o la negación misma: ojos enemigos y labios secos. El mapa de una vida: cráteres hondos que se convierten en corazones escritos por la soledad. Fijémonos en el escritos: es la idea poética a que aludíamos, es el eje del texto. Si los corazones son sólo la escritura de la soledad hundida (cráteres), entonces ¿para qué sirve la escritura? No se trata, pues, de corazones abstractos sino de la condición maldita o inútil de la escritura. Y luego la segunda “idea poética” atrapada en una nueva dialéctica: la imagen central es el prisionero (otra vez la negación de cualquier yo poético o vital), pero un prisionero muy determinado, casi como el Conde de Montecristo, sólo que sin posibilidad alguna de salida, de escape, de venganza. Porque además el prisionero se reconoce a sí mismo como tal, es fiel. La contradicción resulta asombrosa. Las sombras, centinelas, las que velan –siempre velando- no son enemigas como sus ojos o sus secos labios parecían dejarnos intuir, sino que en realidad son las auténticas compañeras, las únicas: las de tantos años. Presencia de ese presente continuo ineludible. Y así la contradicción llega a su extremo. Las sombras han estado ahí siempre, han existido siempre (pregunto: ¿por qué dos? ¿el padre y la madre? ¿o sería demasiado fácil decir esto? ¿quizá la vida y la muerte?). Una presencia, pues, eternamente presente que se configura en torno al robo de la luz: «Ellas que me robaron/ la luz de un sueño». Una magnífica “idea poética” de nuevo, puesto que es indecisa la cuestión de si esas sombras ladronas de la luz son en verdad “robadoras”, o si el problema nos traslada hacia otro lado: ¿existió alguna vez la luz, salvo en la luz de un sueño? Pero eso ya no importa. No se trata de un paraíso perdido, según el modelo de Alberti o de Aleixandre. Uno ya se ha acostumbrado a las sombras y ellas nos aman, han construido lo que somos, se duermen con nosotros y nos despiertan a cada uno: «Ya no piden rescate/ por mi secuestro».
Si alguien encuentra una “idea poética” que mejor sepa supurar en nuestra vida, que la mejore. Quizá sólo el recuerdo de Rosalía: la sombra que nos ensombrece en la vida y en este poema del fin continuo. La sombra como nuestro doble en el espejo cotidiano.
Pero ésta sí que sería otra historia, porque todos sabemos que (muy poco tiempo después de entregar este poema) la vida de Javier Egea sí que tuvo un final. Aunque luego hayan venido los etcéteras, como estas páginas, por ejemplo.
(1) Citaré siempre por esta primera edición, puesto que la Introducción, digamos "oficial", no aparece en las ediciones siguientes. Y el núcleo central que quiero presentar en este breve artículo, o sea, la lucha contra "lo" poético, se centra en la glosa de las palabras que se nos ofrecen en esa introducción.
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